¿Perdimos los valores porque perdimos la fe?

 


A veces, basta con mirar alrededor para hacerse esta pregunta:
¿En qué momento empezamos a olvidarnos del otro?

La violencia ya no sorprende. La mentira dejó de escandalizar. El respeto parece anticuado. La vida va rápido, y en esa velocidad, la humanidad se nos escapa de las manos.

Durante generaciones, la fe —especialmente la vivida en el hogar— fue mucho más que una creencia. Era una forma de vida. Se rezaba juntos, se compartían las penas con Dios, se enseñaba que había cosas que no se hacían simplemente porque no estaban bien. Y esa convicción no venía de miedo, sino de conciencia. La fe unía, daba sentido, encendía una luz en el alma que guiaba incluso en la pobreza, el dolor o la adversidad.

No era perfecto. No todos vivían la religión con autenticidad. Pero lo cierto es que cuando la fe estaba presente en la vida familiar, también había un marco más firme de valores. El bien y el mal no eran opinables. Se sabía que había que decir la verdad, ayudar al prójimo, respetar a los mayores, agradecer lo poco que se tenía.

Hoy, esa fe se ha debilitado en muchos sectores. Se ha reemplazado por el éxito rápido, por la imagen, por el ego. Y con eso, hemos perdido también parte del alma colectiva.

Sin embargo, basta acercarse a muchos hogares humildes para recuperar la esperanza.
Allí donde no hay lujos, donde la vida se vive con lo justo, la fe aún es refugio, es fuerza, es dignidad. He visto madres que, con una oración al amanecer, le dan a sus hijos no solo desayuno, sino también ejemplo. He visto niños que, aunque no tienen juguetes, saben compartir lo poco con una sonrisa. He visto familias que agradecen, que no roban, que se ayudan. Y detrás de eso, casi siempre, hay una fe sencilla, firme y profunda.

Tal vez no sea una fe teológica, ni adornada de grandes discursos.
Pero es una fe que enseña a vivir con decencia.

¿Y qué pasa cuando la fe se pierde y no se reemplaza por otra brújula? En muchos casos, lo que queda es vacío. Un relativismo cómodo que dice “todo depende”, que invita a justificar lo injustificable, que trivializa la mentira, el egoísmo, la indiferencia. La falta de fe puede llevar, si no se acompaña de otra fuente de sentido, a un individualismo frío, donde todo se mide por lo útil, lo rentable, lo inmediato.

No se trata de volver al pasado ni de imponer creencias. Pero sí es momento de preguntarnos:

¿Quién está enseñando hoy los valores fundamentales?
¿Dónde se habla de bondad, de honestidad, de sacrificio por los demás?
¿Dónde se aprende a perdonar, a ser humildes, a vivir con honor?

Los valores no se heredan por sangre ni se aprenden por internet. Se transmiten con el ejemplo, con la palabra, con la presencia. Y en muchos casos, la fe fue el lenguaje en que esos valores llegaron al corazón.

Hoy más que nunca necesitamos reconstruir esos lazos.
Volver a conversar en familia. A mirar a los ojos. A enseñar a los hijos que hay cosas que valen más que el dinero, más que la fama, más que el placer. Que la dignidad no se vende. Que la vida tiene sentido cuando se vive para algo más grande que uno mismo.

Quizás no todos vuelvan a la fe religiosa. Pero sí podemos volver a algo más esencial:
la fe en lo bueno, la fe en el otro, la fe en la capacidad humana de elegir el bien aunque cueste.

Porque si algo nos enseñaron muchas personas humildes, de esas que rezan en silencio y trabajan sin descanso, es que la verdadera riqueza no está en lo que se tiene, sino en lo que se es.

Y tal vez ahí esté el camino de regreso: no tanto a una doctrina, sino a una forma más humana, más honesta y más solidaria de estar en el mundo.


                                                                                                                    Wamoros w


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